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viernes, 9 de enero de 2015

Misceláneas judías para la pausa del Sábado

18 de Tevet de 5775
El verano del setenta y seis
de Etgar Keret

En el verano del setenta y seis hicimos obras en casa y añadimos un cuarto de baño más. Ese fue el cuarto de baño privado de mi madre, con baldosines verdes, unos visillos blancos y una especie de tablilla para escribir que se podía poner sobre las rodillas para hacer crucigramas. La puerta del cuarto de baño nuevo no tenía cerrojo, porque sólo era de mi madre y de cualquier forma nadie más tenía permiso para entrar. Aquel verano fuimos muy felices. Mi hermana, que era la mejor amiga de Rina Mor, Miss Universo, se casó con un dentista muy majo que había inmigrado de Sudáfrica y se fueron a vivir a Raanana. Mi hermano mayor se licenció en el ejército y consiguió un trabajo como agente de seguridad de El Al. Mi padre ganó un montón de dinero. Mi padre ganó un montón de dinero con las acciones de las prospecciones del petróleo y pasó a formar parte como socio de la empresa propietaria del parque de atracciones. Mientras que yo me pasaba los días obligando a los demás a hacerme regalos.
“Personas diferentes – sueños diferentes”, eso es lo que ponía en el catálogo de productos del extranjero del que yo me dedicaba a escoger mis sorpresas. Todo estaba allí, desde la pistola que dispara patatas hasta muñecos de tamaño natural del hombre araña. Y es que cada vez que mi hermano volaba a Estados Unidos, me dejaba escoger una cosa del catálogo. Los niños del barrio me tenían verdadera admiración por mis juguetes nuevos y me hacían caso en todo. Los viernes por la tarde íbamos toda la clase al parque Leumí a jugar al béisbol con el bate y el guante que me había traído mi hermano. Yo era el número uno, porque Jeremy, el marido de mi hermana, me había enseñado a lanzar la pelota con tal efecto que nadie era capaz de batearla.
A mi alrededor podían suceder cosas terribles, pero a mí no me afectaban en absoluto. En el mar Báltico tres marineros se habían comido a su capitán, a la madre de alguien de mi colegio le amputaron las tetas, el hermano de Dalit se mató accidentalmente en unos ejercicios militares. Einat Moser, que era la niña más guapa de la clase aceptó, y sin pedirles consejo a sus amigas, la proposición que le hice de que fuéramos novios.
Mi hermano dijo que esperaba con ansias que llegara mi cumpleaños para llevarme, como regalo, de viaje al extranjero. Entre tanto, los días de fiesta, nos llevaba a Einat y a mí al parque de atracciones en su Prinz azul, y yo les decía a los empleados que era el hijo de Schwartz y entonces nos dejaban subir gratis a todas las atracciones.
Para las fiestas íbamos a Zikron a casa del abuelo Reubén y él me estrechaba la mano con tanta fuerza que yo arrancaba a llorar, y entonces él me gritaba que era un mimado y que tenía que aprender a dar la mano como la da un hombre. El abuelo siempre le decía a mi madre que me había educado muy mal, que no me había preparado para la vida como era debido. Y mi madre siempre se disculpaba y le decía que justamente sí me había preparado para ella, pero que lo que pasaba era que la vida de hoy no se parecía en nada a la de antes. Que hoy ya no hacía falta saber preparar cócteles molotov con alcohol de quemar y clavos, ni matar para comer, que bastaba con aprender a disfrutar de la vida. Pero el abuelo insistía, tan testarudo como siempre. Me pellizcaba la oreja y me susurraba que para saber disfrutar, también había que saber lo que era sufrir. Porque si no, no servía de nada. La verdad es que yo lo intentaba, sólo que la vida era tan bonita entonces, en el verano del setenta y seis, que por mucho que me esforzaba, no conseguía sufrir por nada.
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De: Keret, Etgar, La chica sobre la nevera y otros relatos, Siruela, Madrid, 2006.

Etgar Keret nació en Tel Aviv en 1967.  Es un escritor de cuentos cortos, guionista de televisión y director de cine israelí, considerado el máximo exponente de la narrativa moderna en hebreo, por su empleo del lenguaje corriente para contar historias donde la vida cotidiana, el humor negro, el surrealismo, lo grotesco y lo infantil forman parte de un mismo universo.
Sus cuentos, consumidos masivamente en Israel por un público mayoritariamente adolescente, se han traducido a más de diez idiomas. En tanto, su carrera cinematográfica es muy promisoria. 

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